GALA DE PREMIOS 41ª ED. LA CASA DE LOS ESPÍRITUS DE ISABEL ALLENDE.

¡Bienvenidas, bienvenidos a esta gala de premios en homenaje a La casa de los espíritus de Isabel Allende! Me presento, mi nombre es Clara, como sabéis, tengo cierta sensibilidad que me lleva a comunicarme con el más allá. Muchos son los espíritus que día tras día me acompañan y todo ello lo escribo en mi cuaderno de anotar la vida. Casi siempre, prefiero a mis espíritus antes que a los seres de carne y hueso, pues estos no se conforman con lo poco, o mucho, que las vida les pueda dar y se dedican a hacer el mal para ambicionar lo que no pueden poseer por cauces normales. No soporto a la gente interesada, ni a la gente egoísta, ni tampoco a los que hacen trampas porque sí. Por eso me quedo con lo que el más allá me ofrece. En esta edición del concurso, los espíritus, mis amigos, se han sentido muy reflejados en los escritos que han leído. Ellos me acompañan siempre y son la esperanza que mi vida en vida tiene; cuando muera, ellos serán también los que me acompañen. Hoy, mis espíritus

¿Quién robó las tartas?

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    Al final del camino empedrado se encontraba un juzgado al aire libre. Estaba presidido por el Rey y la Reina de Corazones y a un lado se encontraba el estrado del jurado, compuesto por seis animales de pelo, cinco pájaros y una lagartija. El conejo blanco estaba en el centro de todo ello para dar lectura de los cargos. Unos soldados con forma de carta de póquer montaban guardia.

   El grupo de participantes recién llegado distinguió entre la multitud congregada a otro grupo de participantes. Por supuesto, ello fue motivo de alegría y se abrazaron tanto efusiva como silenciosamente, si bien lo segundo no lo hicieron con la debida diligencia a juzgar por la reprimenda que les lanzó el conejo desde los estrados. 

   —¡Silencio! —mandó el conejo blanco. 

   —¡Que les corten la cabeza! —ordenó la Reina. 

   —Mi amada reina, todo a su tiempo —dijo el Rey que llevaba una la corona encima de la peluca—. Ahora debemos juzgar el robo de las tartas. ¡Que prosiga el juicio! 

    —¡Con la venia de Su Majestad! —retomó la palabra el conejo—. Se acusa a… 

   En este punto, el conejo blanco quedó en silencio, mirando y remirando la hoja que recogía los cargos del pleito. 

    —¡Pero esto no puede ser! —exclamó finalmente—. ¡No consta acusado alguno! 

   Y es que, al parecer, con las prisas por juzgar los hechos, constituir un jurado y cumplimentar el procedimiento judicial se olvidaron de que no había ningún acusado a quien condenar o absolver. Lo cual era un absurdo incluso en el País de las Maravillas. 

   —¿Y a quién le vamos a cortar la cabeza entonces? 

  Dicho esto, la Reina levantó la vista hacia el público y levantó su brazo. Luego su mano y finalmente dirigió un dedo índice acusador a los participantes. 

   —¡Ellos! —gritó con toda la realeza de sus pulmones—. ¡Ellos son los ladrones de las tartas! 

   Los participantes abrieron párpados, la boca y hasta las fosas nasales ante tan inesperado giro de los acontecimientos. El primer impulso que sintieron fue el de salir pitando, pero no tenían silbatos y además pensaron que ello podría interpretarse como una confesión del robo. Así que dignamente respondieron: 

    —¿Nosotros? ¿Por qué íbamos a ser nosotros los ladrones? 

    El Rey se puso en pie: 

   —Secundo la sabia acusación de mi regiamente amada esposa. ¿Quiénes otros podrían ser? La Reina y yo desde luego que no, puesto que las tartas eran nuestras y además somos los jueces; el jurado tampoco, ya que no suele ser costumbre extendida el juzgarse a uno mismo. Tampoco puede ser el conejo blanco, dado que es un tardón y aunque hubiera querido robarla otro se le hubiera adelantado. Solo queda, por tanto, el público aquí presente y de todo él ustedes son los más raros. 

    —¡Pero eso demuestra nada! —se defendieron los participantes. 

   —¡Lo demuestra todo! —intervino la Reina—. Además, ya di orden de que les cortaran la cabeza, así que el resultado del juicio tampoco cambiará demasiado su situación. 

   —Espera, espera… —intervino uno de los participantes acariciándose el cuello—. ¿Cuándo se ha ordenado tal cosa? 

    —Vosotros no estabais —respondió otro—. Ha sido en un jardín, antes de un partido de croquet.

    —¿Croquet? ¿Y eso qué es? 

   —Al parecer se trata de un deporte que consiste en golpear con unos flamencos a unos erizos para hacerlos pasar bajo unos aros de cartas. 

   —¡Orden en la sala! —reclamó el conejo blanco. Cuando el orden tomó asiento continuó—: Se acusa a los participantes de El Tintero de Oro de haber robado las tartas de nuestra Reina. 

   Las palabras del conejo fueron acompañadas por el chirriante ruido producido por el jurado al transcribir la acusación en unas pizarras. 

   —¡Negamos tal acusación! —dijeron rotundamente los participantes—. De hecho, ni siquiera hemos visto las tartas. 

    —Pero el desconocimiento de las tartas no exime de su cumplimiento —replicó el Rey—. Que el jurado anote lo que acabo de decir en sus pizarras. 

    —Con la venia de Su Majestad —intervino un participante—. Esa frase no es así. 

    —Sea como sea, podemos probar su culpabilidad. Señor Conejo, aporte la prueba de cargo. 

   El conejo blanco obedeció de inmediato la orden del Rey y sacó de inmediato una carpeta. Y de la carpeta unos folios que comenzó a leer. Los participantes se quedaron pálidos, y no por el ruido del jurado escribiendo en las pizarras, ¡eran los relatos con los que habían participado en esta edición de El Tintero de Oro! 

    Tras la lectura de los mismos, el Rey se levantó de su trono. 

    —Quien es capaz de escribir cosas así bien es capaz de robarle las tartas a mi dulce Reina. ¿Tiene el jurado decidido ya el veredicto? 

   En realidad, el jurado ni siquiera había terminado de transcribir el primero de los relatos leídos. Pero valorando el tiempo que llevaría trasladarlos todos la la pizarra y debatir la cuestión enjuiciada, optaron por la solución más eficiente: 

   —¡Declaramos a los participantes culpables de haber robado las tartas de la reina! 

   —¡El pueblo ha hablado! —exclamó el Rey. 

   —¡Que les corten la cabeza! —ordenó la Reina. 

   Ante el negro, o rojo, cariz que estaba tomando el asunto, los participantes emprendieron una rauda escapatoria. Lo hicieron tan rápido que el viento que levantaron provocó que las cartas soldado, que se les acercaban para arrestarlos, salieran volando por los aires. 

   Tanto corrieron que no se dieron cuenta de que se dividieron en dos grupos que tomaron caminos distintos. Unos llegaron a un enorme puerta en mitad del bosque frente a la que se encontraba un extraño, y sonriente gato, los otros se introdujeron en una madriguera.

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