El
vacío sobre su muñeca era más que piel desnuda: era un hueco en la memoria del
mundo.
Trató de recordarlo —el nombre—, pero
solo halló un rumor sordo, como si su mente tanteara un espacio donde antes
hubo algo sólido. Se frotó la muñeca enrojecida, esperando que el tatuaje
emergiera de la carne como un fantasma atrapado bajo la piel.
Nada.
La calle lo tragó enseguida. Los
transeúntes pasaban a su lado, esquivándolo con la mirada vidriosa de quienes
no ven lo que no existe. Ni un gesto, ni un roce, ni una palabra. Era una
exhalación entre cuerpos.
Tocó su pecho con dedos entumecidos:
sentía su latido. Existía. Pero para el mundo era una tachadura, una sombra sin
contorno.
[Nombre
no encontrado], susurraban los escáneres al rechazarlo
en tiendas, puertas automáticas, registros. [Acceso denegado].
Cada noche buscaba su reflejo en los
escaparates cerrados, esperando verse entero. Pero su imagen se deshilachaba,
como si el olvido lo devorara.
Descubrió a otros como él: náufragos sin
nombre que vagaban por los márgenes de la ciudad, invisibles. En los
callejones, intercambiaban susurros rotos sobre rituales antiguos, métodos
prohibidos para robar lo que ya no tenían.
Un
nombre robado es un nombre ganado, decían.
Él no quería robar. No al principio.
Pero el frío era un cuchillo sin mango.
El hambre, una marea sucia que lo arrastraba.
Esperó. Vigiló. Eligió.
El hombre era joven, descuidado, y
llevaba su tatuaje expuesto como un talismán: Aldo Mires. Un nombre limpio. Suficiente.
La técnica era vieja: una aguja de
obsidiana, unas gotas de sangre y memoria sostenida en la mirada.
No era rápido. Ni limpio.
Cuando el nombre ardió en su muñeca,
fresco y doliente, sintió el peso de algo que había olvidado: existencia.
La piel rezumaba un calor sucio mientras
las líneas se cerraban sobre su pulso. Aldo
Mires. Un nombre que no era suyo, pero que ahora lo definía. Los sensores
le devolvieron su reflejo: un rostro apenas reconocible, una máscara mal
encajada.
Pero había algo más.
Frente al cristal sucio, los ojos que lo
miraban eran pozos vacíos.
¿Quién
era ahora?
La sangre nueva olía distinto. La culpa
pesaba, sí, pero era un peso sin raíces. No había historia en aquel nombre. Ni
amores. Ni culpas verdaderas. Solo una palabra adherida a su carne como un
pellejo ajeno.
Era alguien. Y no era nadie.
Pasó días caminando con el nombre fresco
en la piel, respondiendo a saludos que no entendía, fingiendo hábitos que no
recordaba. Usurpaba una vida que se deshacía al tocarla.
Cada vez que pronunciaban “Aldo”, algo
dentro de él crujía, como un hueso mal soldado.
Una noche, incapaz de dormir bajo el
nombre robado, se acercó al río. El agua se movía despacio, arrastrando ramas,
hojas, trozos de mundos olvidados.
Se descalzó. Dejó caer su chaqueta, su
camisa, su historia prestada.
La corriente lamía sus pies.
El tatuaje ardía como una llaga viva.
Se miró la muñeca.
Y con las uñas, despacio, empezó a
desgarrar las primeras letras.
La piel cedió. El agua se tiñó de rojo.
Bajo la luz mortecina, el río parecía un
paño sucio, una sábana sin costuras, un olvido sin fondo.
Avanzó.
Cada paso arrancaba algo más: la piel,
el nombre, el eco.
Cuando el agua cubrió sus labios, el
mundo olvidó que alguna vez hubo alguien que tuvo un nombre.
Solo el río, con su paciencia inhumana,
lo acogió.
El tatuaje —fragmentado, sangrante—
flotó un instante, una constelación rota sobre la piel del agua, antes de
hundirse también.
[Fin
de registro]
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