MICRORRETO: EL ARTE Y LA LITERATURA.

¡Hola, Tinteros!      Comenzamos temporada retomando una actividad que seguro que muchos habéis hecho este verano: visitar algún museo, ciudad emblemática, parque con grandes esculturas, etc. Hagamos de nuestro Tintero una gran sala de arte y fusionemos las grandes obras del mundo artístico con nuestras grandes obras, esas que todavía están por salir de nuestras mentes.       Está claro que la literatura se nutre del arte y que el arte se nutre de la literatura. Ambas disciplinas están relacionadas, hay cuadros que han inspirado grandes libros y a la inversa, así como esculturas y otras piezas de arte.        Por ejemplo: El Código Da Vinci      El libro más famoso de Dan Brown narra los intentos de Robert Langdon, profesor de la Universidad de Harvard, para resolver el misterioso asesinato de Jacques Saunière ocurrido en el Museo del Louvre en París. Toma como referencia el cuadro de la Monna Lisa de Leonardo Da Vinci, y...

El Último Nombre, de Anónimo 04

 


El vacío sobre su muñeca era más que piel desnuda: era un hueco en la memoria del mundo.

Trató de recordarlo —el nombre—, pero solo halló un rumor sordo, como si su mente tanteara un espacio donde antes hubo algo sólido. Se frotó la muñeca enrojecida, esperando que el tatuaje emergiera de la carne como un fantasma atrapado bajo la piel.

Nada.

La calle lo tragó enseguida. Los transeúntes pasaban a su lado, esquivándolo con la mirada vidriosa de quienes no ven lo que no existe. Ni un gesto, ni un roce, ni una palabra. Era una exhalación entre cuerpos.

Tocó su pecho con dedos entumecidos: sentía su latido. Existía. Pero para el mundo era una tachadura, una sombra sin contorno.

[Nombre no encontrado], susurraban los escáneres al rechazarlo en tiendas, puertas automáticas, registros. [Acceso denegado].

Cada noche buscaba su reflejo en los escaparates cerrados, esperando verse entero. Pero su imagen se deshilachaba, como si el olvido lo devorara.

Descubrió a otros como él: náufragos sin nombre que vagaban por los márgenes de la ciudad, invisibles. En los callejones, intercambiaban susurros rotos sobre rituales antiguos, métodos prohibidos para robar lo que ya no tenían.

Un nombre robado es un nombre ganado, decían.

Él no quería robar. No al principio.

Pero el frío era un cuchillo sin mango. El hambre, una marea sucia que lo arrastraba.

Esperó. Vigiló. Eligió.

El hombre era joven, descuidado, y llevaba su tatuaje expuesto como un talismán: Aldo Mires. Un nombre limpio. Suficiente.

La técnica era vieja: una aguja de obsidiana, unas gotas de sangre y memoria sostenida en la mirada.

No era rápido. Ni limpio.

Cuando el nombre ardió en su muñeca, fresco y doliente, sintió el peso de algo que había olvidado: existencia.

La piel rezumaba un calor sucio mientras las líneas se cerraban sobre su pulso. Aldo Mires. Un nombre que no era suyo, pero que ahora lo definía. Los sensores le devolvieron su reflejo: un rostro apenas reconocible, una máscara mal encajada.

Pero había algo más.

Frente al cristal sucio, los ojos que lo miraban eran pozos vacíos.

¿Quién era ahora?

La sangre nueva olía distinto. La culpa pesaba, sí, pero era un peso sin raíces. No había historia en aquel nombre. Ni amores. Ni culpas verdaderas. Solo una palabra adherida a su carne como un pellejo ajeno.

Era alguien. Y no era nadie.

Pasó días caminando con el nombre fresco en la piel, respondiendo a saludos que no entendía, fingiendo hábitos que no recordaba. Usurpaba una vida que se deshacía al tocarla.

Cada vez que pronunciaban “Aldo”, algo dentro de él crujía, como un hueso mal soldado.

Una noche, incapaz de dormir bajo el nombre robado, se acercó al río. El agua se movía despacio, arrastrando ramas, hojas, trozos de mundos olvidados.

Se descalzó. Dejó caer su chaqueta, su camisa, su historia prestada.

La corriente lamía sus pies.

El tatuaje ardía como una llaga viva.

Se miró la muñeca.

Y con las uñas, despacio, empezó a desgarrar las primeras letras.

La piel cedió. El agua se tiñó de rojo.

Bajo la luz mortecina, el río parecía un paño sucio, una sábana sin costuras, un olvido sin fondo.

Avanzó.

Cada paso arrancaba algo más: la piel, el nombre, el eco.

Cuando el agua cubrió sus labios, el mundo olvidó que alguna vez hubo alguien que tuvo un nombre.

Solo el río, con su paciencia inhumana, lo acogió.

El tatuaje —fragmentado, sangrante— flotó un instante, una constelación rota sobre la piel del agua, antes de hundirse también.

[Fin de registro]

 

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