GALA DE PREMIOS 47ª Ed. Autor Anónimo

El graderío se iba llenando de espectadores, aros concéntricos de cuerpos expectantes en torno a un entarimado donde ya esperaban los últimos autores de la temporada. Eran veintinueve en total, todos vestidos con una amplia capa que distorsionaba su físico, la cabeza cubierta por una capucha y el rostro oculto tras una máscara veneciana, inidentificables unos de otros. Se hallaban en pie formando un círculo en torno a un reloj de arena, verdadero centro del espacio y de la atención de los presentes, instrumento de mecánica imparcial que desgranaba los segundos libre de pasiones y urgencias, ajeno a la ansiedad de cuantos le rodeaban. Ni los tañidos de las campanas anunciando la llegada del nuevo año provocarían entre los presentes tanta expectación como lo hacía aquel pequeño objeto de vidrio y madera. Con el último grano cayó un manto de silencio sobre el recinto, espeso como la tinta. A través de la única puerta de acceso hizo su entrada el maestro de ceremonias, portando la pluma ...

El Último Nombre, de Anónimo 04

 


El vacío sobre su muñeca era más que piel desnuda: era un hueco en la memoria del mundo.

Trató de recordarlo —el nombre—, pero solo halló un rumor sordo, como si su mente tanteara un espacio donde antes hubo algo sólido. Se frotó la muñeca enrojecida, esperando que el tatuaje emergiera de la carne como un fantasma atrapado bajo la piel.

Nada.

La calle lo tragó enseguida. Los transeúntes pasaban a su lado, esquivándolo con la mirada vidriosa de quienes no ven lo que no existe. Ni un gesto, ni un roce, ni una palabra. Era una exhalación entre cuerpos.

Tocó su pecho con dedos entumecidos: sentía su latido. Existía. Pero para el mundo era una tachadura, una sombra sin contorno.

[Nombre no encontrado], susurraban los escáneres al rechazarlo en tiendas, puertas automáticas, registros. [Acceso denegado].

Cada noche buscaba su reflejo en los escaparates cerrados, esperando verse entero. Pero su imagen se deshilachaba, como si el olvido lo devorara.

Descubrió a otros como él: náufragos sin nombre que vagaban por los márgenes de la ciudad, invisibles. En los callejones, intercambiaban susurros rotos sobre rituales antiguos, métodos prohibidos para robar lo que ya no tenían.

Un nombre robado es un nombre ganado, decían.

Él no quería robar. No al principio.

Pero el frío era un cuchillo sin mango. El hambre, una marea sucia que lo arrastraba.

Esperó. Vigiló. Eligió.

El hombre era joven, descuidado, y llevaba su tatuaje expuesto como un talismán: Aldo Mires. Un nombre limpio. Suficiente.

La técnica era vieja: una aguja de obsidiana, unas gotas de sangre y memoria sostenida en la mirada.

No era rápido. Ni limpio.

Cuando el nombre ardió en su muñeca, fresco y doliente, sintió el peso de algo que había olvidado: existencia.

La piel rezumaba un calor sucio mientras las líneas se cerraban sobre su pulso. Aldo Mires. Un nombre que no era suyo, pero que ahora lo definía. Los sensores le devolvieron su reflejo: un rostro apenas reconocible, una máscara mal encajada.

Pero había algo más.

Frente al cristal sucio, los ojos que lo miraban eran pozos vacíos.

¿Quién era ahora?

La sangre nueva olía distinto. La culpa pesaba, sí, pero era un peso sin raíces. No había historia en aquel nombre. Ni amores. Ni culpas verdaderas. Solo una palabra adherida a su carne como un pellejo ajeno.

Era alguien. Y no era nadie.

Pasó días caminando con el nombre fresco en la piel, respondiendo a saludos que no entendía, fingiendo hábitos que no recordaba. Usurpaba una vida que se deshacía al tocarla.

Cada vez que pronunciaban “Aldo”, algo dentro de él crujía, como un hueso mal soldado.

Una noche, incapaz de dormir bajo el nombre robado, se acercó al río. El agua se movía despacio, arrastrando ramas, hojas, trozos de mundos olvidados.

Se descalzó. Dejó caer su chaqueta, su camisa, su historia prestada.

La corriente lamía sus pies.

El tatuaje ardía como una llaga viva.

Se miró la muñeca.

Y con las uñas, despacio, empezó a desgarrar las primeras letras.

La piel cedió. El agua se tiñó de rojo.

Bajo la luz mortecina, el río parecía un paño sucio, una sábana sin costuras, un olvido sin fondo.

Avanzó.

Cada paso arrancaba algo más: la piel, el nombre, el eco.

Cuando el agua cubrió sus labios, el mundo olvidó que alguna vez hubo alguien que tuvo un nombre.

Solo el río, con su paciencia inhumana, lo acogió.

El tatuaje —fragmentado, sangrante— flotó un instante, una constelación rota sobre la piel del agua, antes de hundirse también.

[Fin de registro]

 

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