El
«Sarsia» zozobró en medio de la noche y al apagarse sus luces, las tinieblas
intensificaron el terror. En medio del caos, identifiqué a otros dos marineros,
que como yo, se encontraron en el camino de tablas y aparejos que flotaban. Los
gritos de quienes se ahogaban, ya nada tenían de humanos, confundiéndose con
los ruidos que hacía la nave al hundirse: estertores de un animal herido de
muerte. Nada podíamos hacer. Aferrados a nuestros salvavidas improvisados y sin
visibilidad, nuestra propia situación era precaria. Pronto solo quedó el ruido
del oleaje chocando contra nuestros cuerpos.
—¡Resistan! —gritó uno de los tres
castañeteándole los dientes. ¡Soy Julio Gianni!
Supongo que su nombre debía darnos
valor. Sería quizás el capellán. Sobre lo de resistir, más fácil era decirlo,
que hacerlo. Empapados, ateridos de frío, con sed y miedo, debíamos tratar de
distraer nuestra mente para no caer en la desesperación. Repasé lo sucedido
poco antes de embarcarme: tras cinco años encarcelado, por fin pude sobornar al
guarda. Paladeé, como un buen vino, esa primera noche de libertad. De algún
lado robé ropa y me fui al embarcadero, donde subí al Sarsia como polizón…
Al amanecer, los restos del naufragio
eran escasos y el océano había reclamado a Gianni.
El hombre que quedaba, con su barba y
cabello empapados, y el rostro acartonado por la sal, se me figuró un extraño
animal marino. Señaló con el dedo algo que flotaba a lo lejos.
—¿Ves eso?
—Una tortuga quizás —contesté cansado.
—No. Es uno de los botes salvavidas, está
boca abajo.
Agucé la vista. Sí, podía ser.
—¿Puedes nadar hasta él?
—¿Por qué no nadas tú hacia él?
—Soy mayor, debo ahorrar fuerzas. Yo te
cuido el madero.
Dudé. Aquel objeto era mi salvavidas y
no debía perderlo.
—¡Vamos! ¡Debemos intentarlo!
Braceé en dirección al supuesto bote. En
algún momento paré y miré hacia atrás. ¡Mi madero flotaba alejándose! «¡Hijo de
puta!». Con el corazón desbocado nadé con más ahínco hasta tocar lo que parecía
ser, en efecto, uno de los botes salvavidas. Era demasiado pesado para
voltearlo yo solo. Le hice señas al marinero, quien nadó lento hasta donde me
encontraba. Entre ambos, y con muchos trabajos, maniobramos hasta que pudimos
subirnos a él.
—Te lo dije muchacho —dijo sonriendo—.
Soy Ross.
Su cara avejentada me era familiar,
quizá le había visto entrar en la bodega donde me oculté. Y luego, ¡la
coincidencia de nombres!, pues yo también me llamaba Ross, aunque no se lo
dije. Nadie debía saber mi identidad.
—¡Soltaste el madero! —le reproché.
—¡Se me zafó! No tiene importancia.
¡Tenemos esto! —dijo golpeando el bote dos veces con los nudillos mientras me
mostraba sus dientes en una extraña mueca —No eres parte de la tripulación,
¿verdad?
No contesté. Ross, el viejo, me lanzó
una mirada inquietante. Me pareció que se asomaba a mis secretos, que conocía
mi identidad.
Cuando el hambre, la sed y el sol
parecían insoportables, se quitó la camisa, usándola cual red para atrapar
peces. Le miraba incrédulo, pero al final sacó un pez, al que embistió a
dentelladas hasta que este dejó de moverse en su boca. Me miró mientras su
barba espesa chorreaba sangre. Traté de imitarlo fracasando muchas veces,
cuando por fin pude sacar un pez diminuto y me lo eché en la boca, este se
escapó y cayó en el piso del bote mientras yo tuve amagos de arcadas. Lo
recogió sonriendo, burlon. Pensé que me lo daría, pero lo engulló sin
miramientos.
Pasábamos la mayor parte del día
guareciéndonos como podíamos del sol y por las noches el frío nos calaba los
huesos. Me sentía débil y un día la desesperación me hizo tomar agua de mar.
—¡Eso es chico! ¡Acábatela toda! ¡Hay
que acelerar lo inevitable!
Después de dar unos cuantos tragos, no
pude más y me eché a llorar sin lágrimas.
—La juventud no sabe enfrentarse a las
adversidades. ¡Mírate! ¡Estás hecho un guiñapo!
—Por… favor… ayúdame.
—Los asesinos no merecen vivir —dijo.
Quise gritarle que el hombre que maté
había tundido a golpes a mi madre y que uno de mis hermanos había nacido muerto
por las palizas, pero ya no tenía voz.
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No
lo ayudé. Al otro día aquel debilucho estaba muerto. Lo desnudé y lo tiré por
la borda. Su cuerpo blanquecino, como un fantasma, se alejó del bote a merced
de las corrientes. «Ya era hora, pedazo de estúpido».
Quiso la suerte que esa noche lloviera.
Saqué la lengua para beber con fruición aquel regalo y por primera vez en días
tuve la certeza de que sobreviviría. Días después, al ser rescatado, me
preguntaron si había habido otros sobrevivientes, conté sobre un infortunado
Ross, un polizón que no había durado ni doce horas. Me identifiqué como Julio
Gianni y pedí que me dejaran en el siguiente puerto.
Nadie sabría sobre la lucha que se libró
en ese bote, donde tuve que dejar morir la parte joven e inocente de mí mismo,
para dar paso a este adulto triste que ahí enfrentó a sus propios fantasmas y a
la misma muerte. La gente que hoy me mira a los ojos intuye esa pérdida, muchos
la reconocen en ellos mismos, pero no saben precisar cuando sucedió. Yo sí, fue
en el mar, tras el hundimiento del «Sarsia».

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