GALA DE PREMIOS 47ª Ed. Autor Anónimo

El graderío se iba llenando de espectadores, aros concéntricos de cuerpos expectantes en torno a un entarimado donde ya esperaban los últimos autores de la temporada. Eran veintinueve en total, todos vestidos con una amplia capa que distorsionaba su físico, la cabeza cubierta por una capucha y el rostro oculto tras una máscara veneciana, inidentificables unos de otros. Se hallaban en pie formando un círculo en torno a un reloj de arena, verdadero centro del espacio y de la atención de los presentes, instrumento de mecánica imparcial que desgranaba los segundos libre de pasiones y urgencias, ajeno a la ansiedad de cuantos le rodeaban. Ni los tañidos de las campanas anunciando la llegada del nuevo año provocarían entre los presentes tanta expectación como lo hacía aquel pequeño objeto de vidrio y madera. Con el último grano cayó un manto de silencio sobre el recinto, espeso como la tinta. A través de la única puerta de acceso hizo su entrada el maestro de ceremonias, portando la pluma ...

Los olvidados anónimos, de Anónimo 10

 


Yesenia animaba a sus cuatro hijos a tomar el desayuno. Dunia miraba con ganas su plato, pero había rechazado la primera cucharada. A sus tres años distinguía muy bien las comidas por el aroma y esta no solía hacerle ninguna gracia.

Su hermana Nour de cinco años, luchaba con el puré que había empezado a tomar hoy. Como tantos afectados por “el conflicto”, según el eufemismo reinante en los medios internacionales.

Yesenia ponía énfasis en que Zaid y Abdel, sus hijos varones de ocho y doce años, ganaran fuerzas, porque sus obligaciones como ir a la compra y trabajar les mantenían ocupados todo el día y eso desgastaba mucho.

En los pocos ratos libres que le dejaba su trabajo en la reforma de viviendas, el hijo mayor se dedicaba a fumar las colillas de los cigarrillos que él y sus amigos recolectaban por ahí. Al finalizar el día caía rendido en su camastro.

Su madre le decía que no debía agotarse, que eso no era bueno para el crecimiento en general, que ya era bastante el hecho de que su padre, fallecido hacía unas semanas, faltase como parte principal de los ingresos de la familia.

—Claro que necesitamos lo que obtenemos por tu trabajo, pero eres todavía un niño y no quisiera… —Yesenia luchó por no llorar, pero las primeras lágrimas afloraban ya bajo sus ojos.

El otro hijo varón acababa de entrar en la habitación tropezando con unos cascotes, por fortuna no cayó al suelo.

—¡Cuidado, hijo!, no te lastimes. Cada vez hay más…

—Zaid, Zaid, no te comes ni la “i” —gritaban sus dos hermanas correteando a su alrededor.

—¡Guau, guau! —decía el que se dedicaba a las reformas metido en el papel preferido de las niñas —. Os pillaré, sí, sí, ya veréis.

Todos sonrieron con el jugueteo infantil, mientras la madre suspiraba y sollozaba aún.

Solía dedicar momentos concretos a llorar a su difunto marido, evitando ser detectada por sus hijos. A veces, cuando el ruido en la calle volvía a ser ensordecedor y todo temblaba, rezaba sin parar durante un tiempo. Eso le ocurría con más frecuencia de lo que deseaba, porque no conseguía distinguir su película interior de la que se desarrollaba ahí afuera.

El frío de la noche no contribuía a calmar sus ansiedades.Para intentar conciliar un sueño que no llegaba imaginaba lo que cada día hacían sus hijos. Veía al mayor reformando casas ¿O eran escombros que él intentaba recomponer con ayuda de otros? Los mismos que día tras día removía para reconstruir y adecentaren lo posible lo que quedaba de su antigua y hogareña casa. La última bomba había estallado justo cuando su padre llevaba recorridos cien metros tras haber salido de casa.

Abdel mantenía sus manos en un estado lamentable. Los callos habían desaparecido para transformarse en llagas sangrantes. Las heridas que cubrían su cuerpo eran testigos de la desgracia de todos.

Una salida a las reformas, como lo llamaban en la familia de Yesenia, era un calvario para Abdel que había perdido la infancia y ahora en la preadolescencia carecía de un equilibrio emocional mínimamente aceptable.

Zaid iba a la compra como cada día. Ese día de la semana que creía casi con toda seguridad que era martes, coincidía con la llegada de camiones al punto de reparto. Podía oír los gritos de la gente al otro lado de la montaña de escombros. La calle que había elegido ofrecía un pasillo de un metro de ancho para poder atravesar la escombrera. En una ocasión llegó a oír los gritos desesperados de alguien que moría atrapado por los destrozos, con las piernas reventadas. Temblaba con la sola idea de que pudiera encontrar otra víctima.

Pero la ilusión por acopiar algo de comer que no fuera la misma pasta grasienta de siempre, llenaba de energía el corazón de Zaid.

 

 

El ruido era ensordecedor, la casa entera temblaba. Habían transcurrido diez días y todo seguía tambaleándose a su alrededor. Zaid tardaba cada vez más en hacer la compra y cada vez traía menos cosas.

—Hoy he podido avanzar, mamá. He ido por otro lado y he llegado al camión. Me han empujado mucho pero estoy bien.

El retrato del padre los miraba desde la pared.

—Tu padre lo habría hecho mejor, ¡sí, ya lo creo, mucho mejor!  —exclamó Yesenia con ojos vidriosos. Tengo que enseñarte… te enseñaré cómo se hace, siii…

De repente, la madre agarró el fusil que colgaba de la pared y lo cargó. Su mirada brillaba como un diamante de fuego. Sus pupilas alteradas por la medicación caducada se habían dilatado grotescamente.

—¿Qué haces, madre? —inquirió Abdel nervioso—. ¿Tienes otro de tus ataques? ¡Quita de ahí!

A continuación, Abdel hizo un gesto rápido y consiguió desarmar a su madre. Esta continuaba sumida en su mundo y agarró por el cuello a Zaid apretando con fuerza. Brumas en su mente, desesperación, desgarro interior.

—¡Mamá, mamá! ¡suelta ya!

Zaid salió corriendo, Abdel abrazó a su madre, las niñas lloraban sin parar.

La destrucción formaba parte de sus vidas sin nombre. Ellas veían a un monstruo dentro de si, por las noches, cuando su madre las cubría con lo que podía.

Zaid sostenía entre sus manos una bolsa vacía, como su alma. Barrios arrasados, corazones rotos, almas perdidas.

Había discurrido un día más, un pasaje más de sus vidas.

Pero continuarían siendo olvidados anónimos.

 

 

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