Yesenia
animaba a sus cuatro hijos a tomar el desayuno. Dunia miraba con ganas su
plato, pero había rechazado la primera cucharada. A sus tres años distinguía
muy bien las comidas por el aroma y esta no solía hacerle ninguna gracia.
Su hermana Nour de cinco años, luchaba
con el puré que había empezado a tomar hoy. Como tantos afectados por “el
conflicto”, según el eufemismo reinante en los medios internacionales.
Yesenia ponía énfasis en que Zaid y
Abdel, sus hijos varones de ocho y doce años, ganaran fuerzas, porque sus
obligaciones como ir a la compra y trabajar les mantenían ocupados todo el día
y eso desgastaba mucho.
En los pocos ratos libres que le dejaba
su trabajo en la reforma de viviendas, el hijo mayor se dedicaba a fumar las
colillas de los cigarrillos que él y sus amigos recolectaban por ahí. Al
finalizar el día caía rendido en su camastro.
Su madre le decía que no debía agotarse,
que eso no era bueno para el crecimiento en general, que ya era bastante el
hecho de que su padre, fallecido hacía unas semanas, faltase como parte
principal de los ingresos de la familia.
—Claro que necesitamos lo que obtenemos
por tu trabajo, pero eres todavía un niño y no quisiera… —Yesenia luchó por no
llorar, pero las primeras lágrimas afloraban ya bajo sus ojos.
El otro hijo varón acababa de entrar en
la habitación tropezando con unos cascotes, por fortuna no cayó al suelo.
—¡Cuidado, hijo!, no te lastimes. Cada
vez hay más…
—Zaid, Zaid, no te comes ni la “i”
—gritaban sus dos hermanas correteando a su alrededor.
—¡Guau, guau! —decía el que se dedicaba
a las reformas metido en el papel preferido de las niñas —. Os pillaré, sí, sí,
ya veréis.
Todos sonrieron con el jugueteo
infantil, mientras la madre suspiraba y sollozaba aún.
Solía dedicar momentos concretos a
llorar a su difunto marido, evitando ser detectada por sus hijos. A veces,
cuando el ruido en la calle volvía a ser ensordecedor y todo temblaba, rezaba
sin parar durante un tiempo. Eso le ocurría con más frecuencia de lo que
deseaba, porque no conseguía distinguir su película interior de la que se
desarrollaba ahí afuera.
El frío de la noche no contribuía a
calmar sus ansiedades.Para intentar conciliar un sueño que no llegaba imaginaba
lo que cada día hacían sus hijos. Veía al mayor reformando casas ¿O eran
escombros que él intentaba recomponer con ayuda de otros? Los mismos que día
tras día removía para reconstruir y adecentaren lo posible lo que quedaba de su
antigua y hogareña casa. La última bomba había estallado justo cuando su padre
llevaba recorridos cien metros tras haber salido de casa.
Abdel mantenía sus manos en un estado
lamentable. Los callos habían desaparecido para transformarse en llagas
sangrantes. Las heridas que cubrían su cuerpo eran testigos de la desgracia de
todos.
Una salida a las reformas, como lo
llamaban en la familia de Yesenia, era un calvario para Abdel que había perdido
la infancia y ahora en la preadolescencia carecía de un equilibrio emocional
mínimamente aceptable.
Zaid iba a la compra como cada día. Ese
día de la semana que creía casi con toda seguridad que era martes, coincidía
con la llegada de camiones al punto de reparto. Podía oír los gritos de la
gente al otro lado de la montaña de escombros. La calle que había elegido
ofrecía un pasillo de un metro de ancho para poder atravesar la escombrera. En
una ocasión llegó a oír los gritos desesperados de alguien que moría atrapado
por los destrozos, con las piernas reventadas. Temblaba con la sola idea de que
pudiera encontrar otra víctima.
Pero la ilusión por acopiar algo de
comer que no fuera la misma pasta grasienta de siempre, llenaba de energía el
corazón de Zaid.
El
ruido era ensordecedor, la casa entera temblaba. Habían transcurrido diez días
y todo seguía tambaleándose a su alrededor. Zaid tardaba cada vez más en hacer
la compra y cada vez traía menos cosas.
—Hoy he podido avanzar, mamá. He ido por
otro lado y he llegado al camión. Me han empujado mucho pero estoy bien.
El retrato del padre los miraba desde la
pared.
—Tu padre lo habría hecho mejor, ¡sí, ya
lo creo, mucho mejor! —exclamó Yesenia
con ojos vidriosos. Tengo que enseñarte… te enseñaré cómo se hace, siii…
De repente, la madre agarró el fusil que
colgaba de la pared y lo cargó. Su mirada brillaba como un diamante de fuego.
Sus pupilas alteradas por la medicación caducada se habían dilatado
grotescamente.
—¿Qué haces, madre? —inquirió Abdel
nervioso—. ¿Tienes otro de tus ataques? ¡Quita de ahí!
A continuación, Abdel hizo un gesto
rápido y consiguió desarmar a su madre. Esta continuaba sumida en su mundo y
agarró por el cuello a Zaid apretando con fuerza. Brumas en su mente,
desesperación, desgarro interior.
—¡Mamá, mamá! ¡suelta ya!
Zaid salió corriendo, Abdel abrazó a su
madre, las niñas lloraban sin parar.
La destrucción formaba parte de sus
vidas sin nombre. Ellas veían a un monstruo dentro de si, por las noches,
cuando su madre las cubría con lo que podía.
Zaid sostenía entre sus manos una bolsa
vacía, como su alma. Barrios arrasados, corazones rotos, almas perdidas.
Había discurrido un día más, un pasaje
más de sus vidas.
Pero continuarían siendo olvidados
anónimos.
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