GALA DE PREMIOS 47ª Ed. Autor Anónimo

El graderío se iba llenando de espectadores, aros concéntricos de cuerpos expectantes en torno a un entarimado donde ya esperaban los últimos autores de la temporada. Eran veintinueve en total, todos vestidos con una amplia capa que distorsionaba su físico, la cabeza cubierta por una capucha y el rostro oculto tras una máscara veneciana, inidentificables unos de otros. Se hallaban en pie formando un círculo en torno a un reloj de arena, verdadero centro del espacio y de la atención de los presentes, instrumento de mecánica imparcial que desgranaba los segundos libre de pasiones y urgencias, ajeno a la ansiedad de cuantos le rodeaban. Ni los tañidos de las campanas anunciando la llegada del nuevo año provocarían entre los presentes tanta expectación como lo hacía aquel pequeño objeto de vidrio y madera. Con el último grano cayó un manto de silencio sobre el recinto, espeso como la tinta. A través de la única puerta de acceso hizo su entrada el maestro de ceremonias, portando la pluma ...

El jardín del ayer, de Anónimo 25


 

Cuando vinieron a por él, era el único que quedaba.

Lo habían dejado para el final y había aprovechado para levantarse, con mucho trabajo, a buscar la ventana. Le pesaban las piernas como en esos sueños en los que quieres correr y te quedas clavado en el sitio.

Apareció aquella niebla que le velaba el entendimiento. No supo si era antes o después, otoño o primavera. En el jardín que asomaba entre las cortinas se amustiaban jazmines de un blanco apagado.

Dolía ver la tierra tan áspera, tan huérfana de cariño.

Alguien abrió una puerta de un golpe seco que arrancó un pedacito de pared. Pero él no se enteró porque seguía con la mirada una mariposa que batía las alas junto al cristal.

—Vamos, Aldo. Te esperan.

Se aferró a los visillos. No les resultaría fácil llevárselo.

No se entregaría sin luchar.

—Por favor, no empecemos de nuevo. Tienes que venir conmigo.

—No voy a ningún sitio. No me haréis desaparecer como a los otros.

—Sabes que no te haré ningún daño.

Una mano le aferró el brazo. Pertenecía a un hombre de barba poblada.

—¡Suélteme! ¡Yo a usted no lo conozco!

El barbudo le conminó a guardar silencio, a no decir tonterías, a no montar otra escena. Le rogó por dos veces. Aldo quiso patalear, pero apenas tenía fuerzas para arrastrar los pies por la moqueta.

Probablemente lo habían drogado. Eso explicaría las rodillas que se doblaban, las nubes que poblaban su memoria.

—¿Quiénes sois? —preguntó con la angustia exprimiéndole la voz—. ¿Dónde nos lleváis? ¿Qué habéis hecho con los demás?

El hombre meneó la cabeza y le indicó un rincón sombrío al fondo de la estancia.

—Te están esperando.

—¿Quién me espera?

—Una chica guapísima. Pero si tú no quieres venir… ya vendrá ella.

La mariposa jugueteó con el cristal. El jardín parecía pintado en la ventana hasta que la brisa meció los jazmines. Otra vez creyó que los momentos no transcurrían, que iban adelante y atrás, como si un reloj de arena se desgranara contra el tiempo.

Quiso abrir la ventana para que entrara la mariposa.

Pero al volverse había una chica. Con unos ojos azules que conocía, tal vez, de algún sueño. Esto solo podía ser obra de Montanari. Su amigo seguía empeñado en buscarle novia.

¿Dónde se había metido ese italiano chiflado, por cierto?

¿Cuánto hacía que no quedaban?

Empezaron a temblarle las manos. La última vez que vio a Montanari…

—¿Podría abrirme la ventana, señorita?

Ella le regaló una sonrisa triste que la embelleció. Se recogió el cabello cobrizo en un moño y le dio aire con un abanico de motivos florales.

—Hace un calor terrible hoy. Se nota que el verano se resiste a marcharse. Pero no puedo abrirla, está cerrada con llave.

La miró confundido.

—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó sin rodeos—. ¿La envía Montanari?

La mujer se sobresaltó y bajó el abanico.

—No, yo… yo… —tartamudeó—. Pobrecillo.

—Entonces, ¿lo conoce?

—Lo conocía.

Tuvo una visión. Se abrió paso entre la bruma como la luz de un faro en una costa lejana. A Montanari también se lo habían llevado. No podía precisar cuánto hacía de eso. Fue ayer o será mañana.

Quizá de madrugada.

—¿Me está diciendo que mi amigo… murió?

Aldo apretó los labios para evitar llorar. No iba a darle el gusto. Esa mujer estaba allí por alguna razón, quería doblegarle, hacerle sentir el miedo y la tristeza, recordarle que él sería el siguiente.

—¡No! —exclamó de golpe—. ¡No vais a hacerme lo mismo que a él!

—¿Te gustan las flores? —dijo ella, rozándole apenas la mejilla—. Yo tengo un jardín precioso en casa.

Se inclinó hacia la ventana y Aldo contempló su cuerpecillo menudo. Sintió deseos de abrazarla y olvidó por qué estaba enfadado.

—¿De veras? ¿Es como ese jardín de ahí?

—No. Es mucho más bonito. Solía cuidarlo junto a mi papá. Adoraba trabajar con las manos, hundir los dedos en la tierra recién regada. Era un enamorado de las plantas. Dedicó su vida a estudiarlas.

Sus miradas se cruzaron y lo visitaron de nuevo esas imágenes que iban y venían, que llenaban sus días de claroscuros. Aquel encuentro le pareció cotidiano y, sin embargo, novedoso e inquietante.

—Era un padre extraordinario. Solía despertarme con flores cada cumpleaños. Se plantaba ante mi cama, con un ramo de rosas blancas, de margaritas o de jacintos, y preguntaba el nombre de su flor favorita. Yo fingía no recordarlo y él contaba con los dedos hasta que se lo decía.

Lo recorrió un escalofrío y ella lo tomó de las manos. Señaló el pulgar, luego el índice y así hasta el meñique.

Pero aquellas manos que la mujer acariciaba… ¿De quién eran?

Porque no podían ser suyas: eran las de un viejo, con los dedos encogidos y la piel manchada por el tiempo, por tanto tiempo…

Levantó la vista y la paseó por las paredes anodinas del comedor, por las sillas ahora vacías, por los andadores a la espera, en un rincón.

—Nomeolvides —le susurró ella al oído—. Era la flor favorita de mi padre.

La desconocida lo besó en la mejilla. La vio salir a arreglar el descuidado jardín mientras sus lágrimas regaban la tierra.

Poco después, el salón volvió a llenarse de gente.


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