Cuando
vinieron a por él, era el único que quedaba.
Lo habían dejado para el final y había
aprovechado para levantarse, con mucho trabajo, a buscar la ventana. Le pesaban
las piernas como en esos sueños en los que quieres correr y te quedas clavado
en el sitio.
Apareció aquella niebla que le velaba el
entendimiento. No supo si era antes o después, otoño o primavera. En el jardín
que asomaba entre las cortinas se amustiaban jazmines de un blanco apagado.
Dolía ver la tierra tan áspera, tan
huérfana de cariño.
Alguien abrió una puerta de un golpe
seco que arrancó un pedacito de pared. Pero él no se enteró porque seguía con
la mirada una mariposa que batía las alas junto al cristal.
—Vamos, Aldo. Te esperan.
Se aferró a los visillos. No les
resultaría fácil llevárselo.
No se entregaría sin luchar.
—Por favor, no empecemos de nuevo.
Tienes que venir conmigo.
—No voy a ningún sitio. No me haréis
desaparecer como a los otros.
—Sabes que no te haré ningún daño.
Una mano le aferró el brazo. Pertenecía
a un hombre de barba poblada.
—¡Suélteme! ¡Yo a usted no lo conozco!
El barbudo le conminó a guardar
silencio, a no decir tonterías, a no montar otra escena. Le rogó por dos veces.
Aldo quiso patalear, pero apenas tenía fuerzas para arrastrar los pies por la
moqueta.
Probablemente lo habían drogado. Eso
explicaría las rodillas que se doblaban, las nubes que poblaban su memoria.
—¿Quiénes sois? —preguntó con la
angustia exprimiéndole la voz—. ¿Dónde nos lleváis? ¿Qué habéis hecho con los
demás?
El hombre meneó la cabeza y le indicó un
rincón sombrío al fondo de la estancia.
—Te están esperando.
—¿Quién me espera?
—Una chica guapísima. Pero si tú no
quieres venir… ya vendrá ella.
La mariposa jugueteó con el cristal. El
jardín parecía pintado en la ventana hasta que la brisa meció los jazmines.
Otra vez creyó que los momentos no transcurrían, que iban adelante y atrás,
como si un reloj de arena se desgranara contra el tiempo.
Quiso abrir la ventana para que entrara
la mariposa.
Pero al volverse había una chica. Con
unos ojos azules que conocía, tal vez, de algún sueño. Esto solo podía ser obra
de Montanari. Su amigo seguía empeñado en buscarle novia.
¿Dónde se había metido ese italiano
chiflado, por cierto?
¿Cuánto hacía que no quedaban?
Empezaron a temblarle las manos. La
última vez que vio a Montanari…
—¿Podría abrirme la ventana, señorita?
Ella le regaló una sonrisa triste que la
embelleció. Se recogió el cabello cobrizo en un moño y le dio aire con un
abanico de motivos florales.
—Hace un calor terrible hoy. Se nota que
el verano se resiste a marcharse. Pero no puedo abrirla, está cerrada con
llave.
La miró confundido.
—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó sin
rodeos—. ¿La envía Montanari?
La mujer se sobresaltó y bajó el
abanico.
—No, yo… yo… —tartamudeó—. Pobrecillo.
—Entonces, ¿lo conoce?
—Lo conocía.
Tuvo una visión. Se abrió paso entre la
bruma como la luz de un faro en una costa lejana. A Montanari también se lo
habían llevado. No podía precisar cuánto hacía de eso. Fue ayer o será mañana.
Quizá de madrugada.
—¿Me está diciendo que mi amigo… murió?
Aldo apretó los labios para evitar
llorar. No iba a darle el gusto. Esa mujer estaba allí por alguna razón, quería
doblegarle, hacerle sentir el miedo y la tristeza, recordarle que él sería el
siguiente.
—¡No! —exclamó de golpe—. ¡No vais a
hacerme lo mismo que a él!
—¿Te gustan las flores? —dijo ella,
rozándole apenas la mejilla—. Yo tengo un jardín precioso en casa.
Se inclinó hacia la ventana y Aldo
contempló su cuerpecillo menudo. Sintió deseos de abrazarla y olvidó por qué
estaba enfadado.
—¿De veras? ¿Es como ese jardín de ahí?
—No. Es mucho más bonito. Solía cuidarlo
junto a mi papá. Adoraba trabajar con las manos, hundir los dedos en la tierra
recién regada. Era un enamorado de las plantas. Dedicó su vida a estudiarlas.
Sus miradas se cruzaron y lo visitaron
de nuevo esas imágenes que iban y venían, que llenaban sus días de claroscuros.
Aquel encuentro le pareció cotidiano y, sin embargo, novedoso e inquietante.
—Era un padre extraordinario. Solía
despertarme con flores cada cumpleaños. Se plantaba ante mi cama, con un ramo
de rosas blancas, de margaritas o de jacintos, y preguntaba el nombre de su
flor favorita. Yo fingía no recordarlo y él contaba con los dedos hasta que se
lo decía.
Lo recorrió un escalofrío y ella lo tomó
de las manos. Señaló el pulgar, luego el índice y así hasta el meñique.
Pero aquellas manos que la mujer
acariciaba… ¿De quién eran?
Porque no podían ser suyas: eran las de
un viejo, con los dedos encogidos y la piel manchada por el tiempo, por tanto
tiempo…
Levantó la vista y la paseó por las
paredes anodinas del comedor, por las sillas ahora vacías, por los andadores a
la espera, en un rincón.
—Nomeolvides —le susurró ella al oído—.
Era la flor favorita de mi padre.
La desconocida lo besó en la mejilla. La
vio salir a arreglar el descuidado jardín mientras sus lágrimas regaban la
tierra.
Poco después, el salón volvió a llenarse
de gente.
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