GALA DE PREMIOS 47ª Ed. Autor Anónimo

El graderío se iba llenando de espectadores, aros concéntricos de cuerpos expectantes en torno a un entarimado donde ya esperaban los últimos autores de la temporada. Eran veintinueve en total, todos vestidos con una amplia capa que distorsionaba su físico, la cabeza cubierta por una capucha y el rostro oculto tras una máscara veneciana, inidentificables unos de otros. Se hallaban en pie formando un círculo en torno a un reloj de arena, verdadero centro del espacio y de la atención de los presentes, instrumento de mecánica imparcial que desgranaba los segundos libre de pasiones y urgencias, ajeno a la ansiedad de cuantos le rodeaban. Ni los tañidos de las campanas anunciando la llegada del nuevo año provocarían entre los presentes tanta expectación como lo hacía aquel pequeño objeto de vidrio y madera. Con el último grano cayó un manto de silencio sobre el recinto, espeso como la tinta. A través de la única puerta de acceso hizo su entrada el maestro de ceremonias, portando la pluma ...

El plagio, de Anónimo 17



Sus discípulos le llaman Maese Jámblico, es un hombre que se dedica a la contemplación de las cosas bellas, a la ciencia y a buscar la inteligencia universal a través del estudio y de la espiritualidad. Practica la filosofía con métodos poco ortodoxos abrevados en las escuela platónica de Alejandría, ejerce la teúrgia que entiende como magia divina que le permite entrar en comunicación con su yo divino y con los seres espirituales.

La noche es lluviosa, Maese Jámblico está enquistado en un ritual que presume lo hará viajar en el tiempo. En el momento en que el silencio, de por si denso en su escuela, se intensifica, él desciende los parpados y alcanza la energía suficiente para insertarse en el flujo del tiempo que lo lleve a prefigurar un conocimiento elevado en el futuro.

Envuelto en un magma difuso de luz traspasa la membrana cósmica que lo ubica proyectado en un mundo eco. Los relámpagos dibujan ríos brillantes en el cielo que desparraman un torrente de lluvia y le empapan el rostro bajo la capucha. Dirige los dedos entumidos a los cachetes magros para apartar el pelambre que la lluvia y el viento han untado a los pómulos, sonríe satisfecho de la eficiencia de su técnica que le permite sensaciones físicas.

Sus ojos como ranuras se aguzan para distinguir la figura de una casona que es visible gracias a la luz que emerge de la grieta de un rayo que raja el cielo nocturno.

Apura el paso dando traspiés contra los charcos y algunos pedruscos arrancados del suelo infestado por larvas de escarabajos. Tiempo después detiene su tránsito ante un portón de relieves estilizados de caballeros sumerios que atenazan sus armas contra los torsos hieráticos.

Emplaza los dedos laxos al aldabón incrustado en el hocico de un sapo de bronce, pero desiste al distinguir una rendija sobre la jamba, donde escapan un par de gatos ante la puerta semiabierta.

Entra y enfrenta un salón de muebles polvorientos asperjados por la luz vaga de una vela, y hasta el fondo define un reducto gracias al fuego de una chimenea. Avanza ingrávido estilando gotas de lluvia sobre las baldosas dispuestas por un geómetra perverso.

Instantes después queda frente a una mesa sobre la cual danza un pabilo en una plasta de cebo junto a un pergamino donde seca la tinta. Maese Jámblico se inclina para leer, repasa las hiladas de grafías sobre el papel que lucen como patas de hormigas amontonadas, estupefacto expulsa un suspiro, pues contempla la semilla geminal sobre la justificación racional de la teúrgia y de la existencia de dos almas en el humano. Ese hálito divino en los hombres que ha buscado durante años y del cual escribió un tratado como autor anónimo por desconfiar en que la idea surgía de su intelecto.

Acude al primer folio y lee que el título es “Sobre los misterios de los egipcios”, sin pudor se sienta en una klismos con un respaldo que evocaba a una bestia ancestral bostezando, dispuesto a corregir el grimorio. Sumergido en su afán no descubre a tiempo la figura gibosa impregnada de dignidad de un anciano que irrumpe de pronto en el salón, el hombre se descubre la cabeza dejando a la vista los cabellos escurridos que chispean por las gotas de lluvia y las facciones de camello barbado. Luego avanza arrastrando el hábito mojado que vuelve lodo al polvo del piso.

El filósofo levanta la vista y arrostra la figura recién llegada y se enfoca en sus ojos de ranura. El anciano identifica a la persona que está sentado a la mesa pero Maese Jámblico no reconoce al viejo. 

Estremecido enmudece.

La figura contrahecha aproxima otra klismos a la mesa, se sienta y acerca la vela que ahora bailotea febril; atenaza con sus dedos sarmentosos un cálamo para continuar la escritura. Al mismo tiempo ofrece, con el gesto condescendiente que se realiza al perdonarse uno mismo sus fallos, uno de los legajos para que continué corrigiéndolos y mientras él introduce el cálamo en el pocillo de tinta y escribe, el viejo exclama que él hará lo mismo cuando llegue el momento.

Ocurre que Maese Jámblico confundido por la aseveración del viejo estudia sus facciones deformadas por la pálida luz y es el profano olor a canela, muy de él, que se desprende del cabello mojado lo que hace germinar en su mente la certeza de ser él en el futuro.

 

 

 

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