Sus
discípulos le llaman Maese Jámblico, es un hombre que se dedica a la
contemplación de las cosas bellas, a la ciencia y a buscar la inteligencia
universal a través del estudio y de la espiritualidad. Practica la filosofía
con métodos poco ortodoxos abrevados en las escuela platónica de Alejandría,
ejerce la teúrgia que entiende como magia divina que le permite entrar en
comunicación con su yo divino y con los seres espirituales.
La noche es lluviosa, Maese Jámblico
está enquistado en un ritual que presume lo hará viajar en el tiempo. En el
momento en que el silencio, de por si denso en su escuela, se intensifica, él
desciende los parpados y alcanza la energía suficiente para insertarse en el
flujo del tiempo que lo lleve a prefigurar un conocimiento elevado en el
futuro.
Envuelto en un magma difuso de luz
traspasa la membrana cósmica que lo ubica proyectado en un mundo eco. Los
relámpagos dibujan ríos brillantes en el cielo que desparraman un torrente de
lluvia y le empapan el rostro bajo la capucha. Dirige los dedos entumidos a los
cachetes magros para apartar el pelambre que la lluvia y el viento han untado a
los pómulos, sonríe satisfecho de la eficiencia de su técnica que le permite
sensaciones físicas.
Sus ojos como ranuras se aguzan para
distinguir la figura de una casona que es visible gracias a la luz que emerge
de la grieta de un rayo que raja el cielo nocturno.
Apura el paso dando traspiés contra los
charcos y algunos pedruscos arrancados del suelo infestado por larvas de
escarabajos. Tiempo después detiene su tránsito ante un portón de relieves
estilizados de caballeros sumerios que atenazan sus armas contra los torsos
hieráticos.
Emplaza los dedos laxos al aldabón
incrustado en el hocico de un sapo de bronce, pero desiste al distinguir una
rendija sobre la jamba, donde escapan un par de gatos ante la puerta
semiabierta.
Entra y enfrenta un salón de muebles
polvorientos asperjados por la luz vaga de una vela, y hasta el fondo define un
reducto gracias al fuego de una chimenea. Avanza ingrávido estilando gotas de
lluvia sobre las baldosas dispuestas por un geómetra perverso.
Instantes después queda frente a una
mesa sobre la cual danza un pabilo en una plasta de cebo junto a un pergamino
donde seca la tinta. Maese Jámblico se inclina para leer, repasa las hiladas de
grafías sobre el papel que lucen como patas de hormigas amontonadas,
estupefacto expulsa un suspiro, pues contempla la semilla geminal sobre la
justificación racional de la teúrgia y de la existencia de dos almas en el
humano. Ese hálito divino en los hombres que ha buscado durante años y del cual
escribió un tratado como autor anónimo por desconfiar en que la idea surgía de
su intelecto.
Acude al primer folio y lee que el
título es “Sobre los misterios de los egipcios”, sin pudor se sienta en una klismos con un respaldo que evocaba a
una bestia ancestral bostezando, dispuesto a corregir el grimorio. Sumergido en
su afán no descubre a tiempo la figura gibosa impregnada de dignidad de un
anciano que irrumpe de pronto en el salón, el hombre se descubre la cabeza
dejando a la vista los cabellos escurridos que chispean por las gotas de lluvia
y las facciones de camello barbado. Luego avanza arrastrando el hábito mojado
que vuelve lodo al polvo del piso.
El filósofo levanta la vista y arrostra
la figura recién llegada y se enfoca en sus ojos de ranura. El anciano
identifica a la persona que está sentado a la mesa pero Maese Jámblico no
reconoce al viejo.
Estremecido enmudece.
La figura contrahecha aproxima otra klismos a la mesa, se sienta y acerca la
vela que ahora bailotea febril; atenaza con sus dedos sarmentosos un cálamo
para continuar la escritura. Al mismo tiempo ofrece, con el gesto
condescendiente que se realiza al perdonarse uno mismo sus fallos, uno de los
legajos para que continué corrigiéndolos y mientras él introduce el cálamo en
el pocillo de tinta y escribe, el viejo exclama que él hará lo mismo cuando
llegue el momento.
Ocurre que Maese Jámblico confundido por
la aseveración del viejo estudia sus facciones deformadas por la pálida luz y
es el profano olor a canela, muy de él, que se desprende del cabello mojado lo
que hace germinar en su mente la certeza de ser él en el futuro.
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