La
habitación estaba a oscuras. El brillo del portátil y el tecleo era lo único
que desvelaba la presencia de Paul McFire, sentado frente a su escritorio, en
el interior de aquellas cuatro paredes. Una librería hacía de puerta secreta,
en el salón de su casa, convirtiendo aquel espacio en un escondite perfecto. Huérfano a los ocho años,
su pasión por el mundo del espionaje y la informática lo habían llevado a canalizar su rabia dañando
a los demás. Desde el colegio, se había ganado entre sus compañeros el puesto
de matón. Cuando cumplió los dieciocho años, tres años atrás, su por entonces
madre adoptiva se despidió de él para siempre diciéndole: “No te deseo lo peor.
Pero si continúa habiendo gente que sufre por tu ira incontrolable, espero que
desaparezcas de la sociedad”. Dicho y hecho. Nadie volvió a saber nunca más de
Paul McFire. Fue la única vez que le había hecho caso a una de sus tantas
madres adoptivas.
—¡Esto ya está terminado! —anunció,
entre risas escalofriantes, a la oscuridad de su escondite. Le divertía pensar
en todo lo malo que pasaría en las próximas horas. Le hacía sentirse menos solo
en su dolor. El vídeo que había creado con IA era impecable.
Pulsó la tecla “enter” y todo cambió
para siempre…
A las nueve de la mañana, circuló por
las redes un vídeo del presidente de los Estados Unidos. Donald Clinton
aparecía en su mesa del despacho oval, anunciando de forma trágica la
desesperante situación en la que se encontraba el país. Las presiones rusas y
chinas de los últimos meses, tanto comerciales como militares, habían dañado
demasiado la economía norteamericana. En ese mismo instante, comentaba, se
estaba preparando una de las mayores ofensivas contra Moscú y Pekín. El vídeo
terminó con el himno estadounidense y, como una epidemia, sembró el pánico en
todo el mundo.
A las doce del mediodía, tras un
gabinete de crisis, Moscú lo tuvo claro. No podían quedarse de brazos cruzados.
El presidente Alexey preparó a sus ejércitos y declaró el estado marcial. El
país entero contuvo la respiración, cuando su líder apareció en todos los
canales de televisión. Esa misma tarde, vestido de militar y con semblante
serio, dijo que lanzarían numerosos misiles a suelo norteamericano. Pekín
anunció lo mismo.
Donald Clinton llamó de inmediato a
Alexey:
—¡Presidente! —se presentó con una
vitalidad que ocultaba una garganta seca y unas cagaleras de infarto —¿Cómo van
los tanques de petróleo que les enviamos la semana pasada?
El mandatario ruso no daba crédito.
—¿¡Cómo puedes estarme preguntando por
el petróleo, Clinton?! —dijo cabreado —. Tenemos ocho misiles apuntando a tu
casa, ¡descerebrado!
Frente a Donald Clinton, sentados
alrededor de una gran mesa de reuniones, todo su Gobierno lo miraba con
preocupación. Por primera vez, algunos estaban experimentando lo que era sudar
el traje.
—Puedo jurar y perjurar, querido amigo,
que nosotros no hemos mandado ese mensaje. Algún chiflado lo habrá colado en
internet, tovarich…
Un silencio se adueñó de la línea.
—Esto lo podemos solucionar fácil
—continuó —. Tu y yo juntos, en una playa de Florida, viendo pruebas nucleares…
Piénsalo... Seremos la envidia de los norcoreanos.
—¿Quién ha mandado ese vídeo, Clinton?
—preguntó Alexey inmutable.
—¡Ya lo estamos investigando! —una gota
de sudor le corrió por la frente. Mientras tanto, mandó a su Secretario de Estado a buscar al
responsable del vídeo con gestos desesperados —. Tu no te preocupes, que el
botón rojo del despacho oval lo tenemos en el trastero desde hace unos meses…
Y, es más, esta misma tarde tienes al responsable en Siberia. Lo mandaremos
gratis, por envío rápido.
Alexey cortó la llamada.
A las seis de la tarde, el responsable
del vídeo no había sido encontrado. Pero, para sorpresa de los americanos, un
vídeo de Alexey y Li Wang había puesto en alerta al planeta entero de nuevo. En
el vídeo aparecían los dos presidentes, junto a un radar en el que se veían
misiles estadounidenses acercándose a Moscú y Pekín. Ambos decían haber enviado
misiles a ocho ciudades estadounidenses. Clinton se levantó de un salto de su
silla del despacho oval. Llamó a su secretaria de inmediato, y le pidió que contactara
con el Secretario de Estado.
—Supongo que ya habrá visto usted el
vídeo —dijo, tanteando el terreno, cuando apareció por la puerta.
—Así es, presidente —se limitó a
afirmar, firme y serio —. ¿Qué piensa hacer?
—No nos queda otra opción… —sus ojos se
perdieron en algún lugar más allá del despacho. Recuperando la compostura,
anunció: —Llame a Defensa. Acaba de empezar una guerra.
En cinco minutos, cientos de misiles
reducieron a cenizas la madre patria y el país de los samuráis. En suelo
norteamericano nunca llegó a caer ninguno. Dos horas más tarde, con un vaso de
whisky escocés, la corbata deshecha y los pies sobre la mesa, Clinton procesaba
la situación abatido. Había empezado una guerra por una falsa alarma. Los
libros de historia lo condenarían a ser el peor presidente de los Estados
Unidos.
Paul McFire asistía desde su escritorio
secreto al desenlace del espectáculo que había creado. Estaba envuelto en una
psicopática felicidad que, a veces, le era interrumpida por la idea de que otro
había terminado de rematar la faena. “Algún niñato ruso ha hecho un vídeo más
creíble que el mío”, pensaba con cierta desilusión, “¿quién habrá sido…?”
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