GALA DE PREMIOS 47ª Ed. Autor Anónimo

El graderío se iba llenando de espectadores, aros concéntricos de cuerpos expectantes en torno a un entarimado donde ya esperaban los últimos autores de la temporada. Eran veintinueve en total, todos vestidos con una amplia capa que distorsionaba su físico, la cabeza cubierta por una capucha y el rostro oculto tras una máscara veneciana, inidentificables unos de otros. Se hallaban en pie formando un círculo en torno a un reloj de arena, verdadero centro del espacio y de la atención de los presentes, instrumento de mecánica imparcial que desgranaba los segundos libre de pasiones y urgencias, ajeno a la ansiedad de cuantos le rodeaban. Ni los tañidos de las campanas anunciando la llegada del nuevo año provocarían entre los presentes tanta expectación como lo hacía aquel pequeño objeto de vidrio y madera. Con el último grano cayó un manto de silencio sobre el recinto, espeso como la tinta. A través de la única puerta de acceso hizo su entrada el maestro de ceremonias, portando la pluma ...

Inteligentes guerras artificiales, de Anónimo 12

 


 

La habitación estaba a oscuras. El brillo del portátil y el tecleo era lo único que desvelaba la presencia de Paul McFire, sentado frente a su escritorio, en el interior de aquellas cuatro paredes. Una librería hacía de puerta secreta, en el salón de su casa, convirtiendo aquel espacio en un  escondite perfecto. Huérfano a los ocho años, su pasión por el mundo del espionaje y la informática  lo habían llevado a canalizar su rabia dañando a los demás. Desde el colegio, se había ganado entre sus compañeros el puesto de matón. Cuando cumplió los dieciocho años, tres años atrás, su por entonces madre adoptiva se despidió de él para siempre diciéndole: “No te deseo lo peor. Pero si continúa habiendo gente que sufre por tu ira incontrolable, espero que desaparezcas de la sociedad”. Dicho y hecho. Nadie volvió a saber nunca más de Paul McFire. Fue la única vez que le había hecho caso a una de sus tantas madres adoptivas.

—¡Esto ya está terminado! —anunció, entre risas escalofriantes, a la oscuridad de su escondite. Le divertía pensar en todo lo malo que pasaría en las próximas horas. Le hacía sentirse menos solo en su dolor. El vídeo que había creado con IA era impecable.

Pulsó la tecla “enter” y todo cambió para siempre…

A las nueve de la mañana, circuló por las redes un vídeo del presidente de los Estados Unidos. Donald Clinton aparecía en su mesa del despacho oval, anunciando de forma trágica la desesperante situación en la que se encontraba el país. Las presiones rusas y chinas de los últimos meses, tanto comerciales como militares, habían dañado demasiado la economía norteamericana. En ese mismo instante, comentaba, se estaba preparando una de las mayores ofensivas contra Moscú y Pekín. El vídeo terminó con el himno estadounidense y, como una epidemia, sembró el pánico en todo el mundo.

A las doce del mediodía, tras un gabinete de crisis, Moscú lo tuvo claro. No podían quedarse de brazos cruzados. El presidente Alexey preparó a sus ejércitos y declaró el estado marcial. El país entero contuvo la respiración, cuando su líder apareció en todos los canales de televisión. Esa misma tarde, vestido de militar y con semblante serio, dijo que lanzarían numerosos misiles a suelo norteamericano. Pekín anunció lo mismo.

Donald Clinton llamó de inmediato a Alexey:

—¡Presidente! —se presentó con una vitalidad que ocultaba una garganta seca y unas cagaleras de infarto —¿Cómo van los tanques de petróleo que les enviamos la semana pasada?

El mandatario ruso no daba crédito.

—¿¡Cómo puedes estarme preguntando por el petróleo, Clinton?! —dijo cabreado —. Tenemos ocho misiles apuntando a tu casa, ¡descerebrado!

Frente a Donald Clinton, sentados alrededor de una gran mesa de reuniones, todo su Gobierno lo miraba con preocupación. Por primera vez, algunos estaban experimentando lo que era sudar el traje.

—Puedo jurar y perjurar, querido amigo, que nosotros no hemos mandado ese mensaje. Algún chiflado lo habrá colado en internet, tovarich

Un silencio se adueñó de la línea.

—Esto lo podemos solucionar fácil —continuó —. Tu y yo juntos, en una playa de Florida, viendo pruebas nucleares… Piénsalo... Seremos la envidia de los norcoreanos.

—¿Quién ha mandado ese vídeo, Clinton? —preguntó Alexey inmutable.

—¡Ya lo estamos investigando! —una gota de sudor le corrió por la frente. Mientras tanto,  mandó a su Secretario de Estado a buscar al responsable del vídeo con gestos desesperados —. Tu no te preocupes, que el botón rojo del despacho oval lo tenemos en el trastero desde hace unos meses… Y, es más, esta misma tarde tienes al responsable en Siberia. Lo mandaremos gratis, por envío rápido.

Alexey cortó la llamada.

A las seis de la tarde, el responsable del vídeo no había sido encontrado. Pero, para sorpresa de los americanos, un vídeo de Alexey y Li Wang había puesto en alerta al planeta entero de nuevo. En el vídeo aparecían los dos presidentes, junto a un radar en el que se veían misiles estadounidenses acercándose a Moscú y Pekín. Ambos decían haber enviado misiles a ocho ciudades estadounidenses. Clinton se levantó de un salto de su silla del despacho oval. Llamó a su secretaria de inmediato, y le pidió que contactara con el Secretario de Estado.

—Supongo que ya habrá visto usted el vídeo —dijo, tanteando el terreno, cuando apareció por la puerta.

—Así es, presidente —se limitó a afirmar, firme y serio —. ¿Qué piensa hacer?

—No nos queda otra opción… —sus ojos se perdieron en algún lugar más allá del despacho. Recuperando la compostura, anunció: —Llame a Defensa. Acaba de empezar una guerra.

En cinco minutos, cientos de misiles reducieron a cenizas la madre patria y el país de los samuráis. En suelo norteamericano nunca llegó a caer ninguno. Dos horas más tarde, con un vaso de whisky escocés, la corbata deshecha y los pies sobre la mesa, Clinton procesaba la situación abatido. Había empezado una guerra por una falsa alarma. Los libros de historia lo condenarían a ser el peor presidente de los Estados Unidos.

Paul McFire asistía desde su escritorio secreto al desenlace del espectáculo que había creado. Estaba envuelto en una psicopática felicidad que, a veces, le era interrumpida por la idea de que otro había terminado de rematar la faena. “Algún niñato ruso ha hecho un vídeo más creíble que el mío”, pensaba con cierta desilusión, “¿quién habrá sido…?”

 

 

 

 

 

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