El
anonimato era su mejor arma. La madrugada su cómplice. Farolas y adoquines sus
testigos. Todos sabían de sus actos pero nadie lo había visto jamás. Aparecía
como un fantasma en la ciudad dormida. Una silueta encapuchada, casi un
espejismo reflejado en callejones oscuros, que al amanecer se desvanecía. Huía
de los focos, un pseudónimo disfrazaba su nombre y su rostro era un enigma. Era
invisible. Una sombra. Una leyenda.
Los muros habían sido continuamente su
obsesión. Lo atraían con la fuerza de un imán. Desde siempre. Desde niño.
Ejercían sobre él una fascinación inexplicable, un hechizo que despertaba sin
aviso su instinto de francotirador justiciero. Los elegía con mimo y al
descubrir uno de su gusto lo atravesaba un flechazo repentino. Acariciaba sus
capas de pintura desconchada, las cicatrices de sus grietas, la herida que en
ellos había dejado el olvido. Los engranajes de su mente comenzaban entonces a
girar y ponían en marcha el ritual.
Al principio se instaló en los márgenes.
Allí inició su adiestramiento, perfeccionó la técnica y perdió el miedo a
cometer errores. Ganó astucia en túneles y arrabales, aprendió a esquivar la
vigilancia y alcanzó enseguida una precisión vertiginosa. La confianza ya
corría por sus venas. Automatizó tiempo y movimientos, saltó de los suburbios a
los barrios más céntricos de Londres y por primera vez sintió una emoción
desconocida, un vértigo incontrolable que llenaba todos los rincones de su
cuerpo, algo que lo llevaría a recorrer el planeta sin apenas darse cuenta: París,
Melbourne, Cisjordania, San Francisco.... Pura adrenalina.
Pero ─gajes del oficio─ al salir sin
complejos al gran mundo, su trabajo alcanzó notoriedad. Y entonces fue cuando
lo supo. Si quería resistir, mantenerse fiel a su verdad sin traicionarla, debía
renunciar a su propia identidad. La fama era un veneno mortal que acabaría por
destruir el ideal. Solo la invisibilidad podía salvarlo y a ella ligó su
destino.
Las especulaciones comenzaron casi de
inmediato. Le inventaban nombres, edades, lugares de nacimiento. Comentaban su
aspecto, el color de su pelo, su vida privada. Genio para unos, vándalo para
otros, todos querían desentrañar su misterio y todos: prensa, policía,
admiradores, detractores..., pretendían cazarlo como a un ratón en su trampa. ¡Pobres
infelices! Ni siquiera se acercaban. Él era el hombre invisible, un suspiro en
el aire, un cometa entre millones de estrellas.
Alguien lo llamó una vez «pintor
frustrado» y él alzó los hombros al leer el comentario. Las críticas no lo
herían. Nunca pretendió ser más de lo que era y su arte hablaba por sí solo.
Contaba historias que por un momento detenían a los transeúntes frente a ellas.
Emocionaba, incomodaba, quizá los hiciera sentirse interpelados, reflexionar
algún prejuicio desde otra perspectiva. Esa era la intención y eso le bastaba.
Efímero, universal, aclamado, denostado,
sorprendente, intempestivo... Contradictorio. Paradójico como él lo era. Un
grito en el silencio, una bofetada de poesía, una revolución armada de tubos de
aerosol, dibujos en plantillas y pulverizadores de espray. Y un manifiesto en
cada trazo: palomas de la paz con chaleco antibalas y en el corazón una diana,
niños armados con casco y escudo, flores como balas de cañón, su niña, ¡ay!, su
pobre niña de los globos, huyendo de la maldad y la miseria. ¿Hallaría al otro
lado una pizca de bondad? ¿Quién sabe? Ojalá.
Incómoda conciencia de un mundo a la deriva,
filósofo callejero, látigo contra la indiferencia. Eso decidió ser un día y eso
era. Un icono. El artista urbano más famoso de la historia, el más imitado, el
más buscado... El más desconocido.
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