El
Mornig Times de la fronteriza localidad de Laredo,en Texas, seguiría siendo un
olvidado diario de provincias si no fuese por aquel anuncio anónimo con el que
comenzó todo.
Se
necesita bombero para incendio en la Torre Willis, Chicago.
El clasificado no hubiera pasado de una
broma macabra de no ser porque, ese 27 de abril, el piso 66 de la Torre Willis
ardió por completo. Tras el desastre, un ciudadano también anónimo denunció la
existencia del premonitorio texto, movilizándose inmediatamente las unidades
antiterroristas federales. Nadie podía imaginar el desconcertante vaticinio del
segundo anuncio.
Se
busca personal de emergencias. Del cielo lloverá la catástrofe sobre el continente
negro.
Dado lo descabellado de la profecía y al
no detectarse amenaza sobre Norteamérica, el asunto se dejó correr sin mayor
trascendencia. No eran tiempos, sin embargo, para la relajación o la desidia.
La larga guerra en Ucrania continuaba y la tensión en la isla de Taiwán había
alcanzado su punto álgido semanas atrás con el derribo de un F-16 Taiwanés. El
comienzo de un imprevisible conflicto que involucrase a China y Estados
Unidos—y la denuncia de que el incidente había sido intencionalmente orquestado
por nosotros en una operación de falsa bandera, como si de un nuevo Maine se
tratase—presagiaban negras nubes en el horizonte geopolítico mundial. Ningún
sistema de vigilancia fue capaz de anticiparlo, cayó al norte del Olduvai,
junto a la frontera entre Kenia y Tanzania.
El asteroide dejó un cráter de medio
kilómetro. ¡No podía, pues, tratarse de un acto premeditado! Y ahí fue donde, en
un austero despacho de la CIA, entré a formar parte de esta historia. Necesito, Martha, que tú y tu equipo
desentrañéis qué diablos está pasando, me dijeron. Pero los acontecimientos
nos fueron dictando el camino.
La
ciudad de los rascacielos desaparecerá en segundos, un hongo de fuego arañará el
cielo.
Ni siquiera se molestaron en comenzar
con el habitual se busca. La amenaza era clara y directa, pero ¿Correría Nueva
York el mismo fatal destino? Lo encontramos en un mugriento motel de Cadwell,
en Idaho.
El anunciante nos había subestimado,
supusimos, dejando un tenue rastro que pudimos seguir. Tras los improvisados interrogatorios
pensamos, también, que nos tomaba el pelo. Tenía el cabello negro, la tez
morena y el rostro bien parecido. Al menos, antes de la hinchazón de los
primeros golpes. Se identificó en inglés como ¡Nostradamus!
—En el espacio, mi lugar de procedencia sería
hoy día Oriente Medio. En el tiempo…
—No me haga reír— le dije.
—… naceré dentro de ciento siete años.
He venido a preveniros.
Comenzamos a inquietarnos cuando nos
mostró el lugar en que, decía, se abrió la ventana espaciotemporal por la que
había viajado: un bosquecillo en las faldas del pico Boise, donde encontramos
varios troncos calcinados. Mas, ¡también medimos elevados niveles de
radioactividad! Comprobamos que su cuerpo emitía igualmente una radiación
anómala. Se nos ordenó trasladarlo de inmediato a la cercana base aérea de
Mountain Home, donde quedó bajo custodia militar. Confiaba en que los marines
logarían neutralizar la amenaza, mi misión había finalizado. No acertaba a
imaginar cuán equivocada estaba. Fueron veinticuatro Kilotones de calor y
fuego.
El temido hongo de la profecía nos
golpeó con todo su desprecio. Pero los Neoyorkinos siguieron adelante con sus
vidas. Las autoridades se esforzaron en camuflar la voladura de la base aérea
de Mountain Home como un gravísimo accidente circunscrito al ámbito militar,
alejando cualquier otra sospecha. Por aquellos días llegaron también los
resultados de los análisis del cuerpo caído en África. Estaba compuesto
principalmente de tungsteno, ¡aquello no era un asteroide! Nunca el mundo
estuvo tan cerca de una tercera guerra mundial. Solo la evitó la certeza de que
perderíamos.
El bombardeo cinético orbital era una
idea de los años cincuenta, retomada durante la administración Reagan. Se
desechó por sus exagerados costes y complejidad técnica: una barra de material
denso y elevado punto de fusión, como el tungsteno, se lanzaba desde el espacio
para golpear un objetivo sobre la superficie terrestre y arrasarlo.
Identificamos al misterioso viajero del tiempo como Farhad Esmaeili, un
fanático iraní que por supuesto jamás había realizado viajes temporales. El
suicida llevaba incorporado un artefacto nuclear miniaturizado, otro prodigio
de la ingeniería que nosotros también estábamos lejos de alcanzar. ¡Sólo una
nación podía desarrollar todo aquello! No había manera de demostrar la implicación
china en ambos sucesos, pero tampoco albergábamos ninguna duda. El impulso
inicial de responder con la misma moneda quedó pronto amortiguado. En las altas
esferas entendieron el mensaje: si vais a una guerra, os tenemos reservadas
algunas sorpresas.
El mundo parece infinitamente más
hermoso cuando sabes que no puedes dar por supuesta su continuidad. Las playas
de Acapulco me tientan a renombrarme como Eva y buscar mi propio Adán. Necesitaba
estas vacaciones. Quiero creer que el rumor de las olas me susurra palabras de
esperanza. Un muchacho joven y fornido se queda mirando mi cuerpo tonificado al
pasar. Aparento menos de mis cuarenta y cinco, lo sé. Le sonrío. Deja caer con
descuido un periódico y continúa su camino. Lo tomo sorprendida, ¡es una edición
del Morning Times! No me resisto a abrirlo por la sección de clasificados. Dentro
hay un pósit escrito en tinta roja:
Esta
noche. Club Mezcalina. Importante, de nosotros depende el futuro de la
humanidad. El viajero del tiempo.
Arrojo con desgana el diario sobre la
arena y doy el primer sorbo a mi Bloody Mary.
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