En
la lápida no había ningún nombre. Ese fue el inicio de todo lo que vino luego.
O lo que ya estaba en marcha. Aunque mi extraña afición no me dejaba verlo. Mi
afición o lo que se convirtió en mi obsesión. En el fondo debería llamarse de
ese modo; y es que tengo un hobby un poco especial: me gusta visitar
cementerios.
Pero no los típicos camposantos donde el
reclamo esté supeditado a la tumba de algún famosete, músico o actriz de
ensueño. Nada de eso. Lo que a mí me gusta son los pequeños cementerios. Esos
sí que son auténticos. Nada de parafernalia turística de por medio. Y cuanto
más diminuto y perdido sea el pueblo, mejor. Sus pasillos, replacetas, la
tierra ennegrecida, la serenidad que se respira… Parecerá macabro, pero esa
quietud despierta en mí un relax fuera de lo común.
Sin embargo, encontrarme una lápida sin
nombre ha borrado de un plumazo todo ese sentimiento. Porque ni nombre, ni
foto, ni siquiera una tímida línea panegírica. Tan solo un zapato viejo apoyado
en un lateral de la misma.
El enterrador, o funcionario que se
encarga de su mantenimiento, me dijo que es normal.
—Son pueblos pequeños, desdeñados, donde
gente solitaria y olvidada languidece sin que nadie sepa ni su nombre. Seguro
que cada pequeño cementerio de cualquier pueblecito escondido tiene su lápida
sin nombre.
Es un tipo bastante variopinto. Pelo y
larga blanca, cojera perpetua y sempiterno puro en la boca. Trabaja de esto
desde niño, pues lo heredó de su padre. De hecho, sus amigos le pusieron el
mote de Caronte. Antonio Caronte, para ser exactos. Incluso me pidió una
propinilla para que me guiara en la ruta, unas moneditas, dijo con su sonrisa
amarillenta y amistosa.
Aun así, y volviendo a lo de la lápida y
la ausencia de nombre, aunque para él el tema no tuviera importancia, no pude
concebirlo. ¿De veras que en cualquier cementerio habría más tumbas sin el
aparo de un nombre al que dar cobijo? ¿De veras es posible que alguien parta
hacia el otro barrio envuelto en un silencio tan llamativo?
Fue a partir de ahí donde mi extraña
afición cobró una dimensión superior. Continué mi ritual de visitas, pero en
este caso no buscaba el sosiego de su ambiente, sino la tumba sin nombre
correspondiente que quitara sentido al lugar. Una dedicación que se convirtió
en obsesión.
Vagaba entre lápidas, inspeccionándolas,
pero sin recrearme en los diseños, las fotos o inscripciones… Solo buscaba la
que asomara sin nombre.
Y, para mi sorpresa, siempre la
encontraba.
Aparecía solitaria, algo desgastada y
sin nada que pudiera clarificar a quién tenía a recaudo. Y, como en la primera,
un objeto cotidiano asomaba apoyado en ella. Como si estos hubieran pertenecido
a la persona sin nombre e hicieran las veces de identificador en cuestión.
Era increíble, o así lo sentí. La
obsesión fue tal que llegué a hacerme una especie de mapa con cada municipio
que visité y el lugar exacto en el cementerio de la lápida sin nombre
adjuntando también el cotidiano objeto señalizador. Sin darme cuenta, mi vida
empezó a girar en torno a ese catálogo tan dispar y de otro mundo, aunque
compartiera parte de su esencia en este. Un catálogo que fue creciend
exponencialmente junto con otro aspecto un tanto inquietante: el dibujo que mis
marcas producían en el mapa, una espiral.
Y eso no era lo más extraño, y es que
las cruces junto a los pueblos que hacían esa espiral tenía como epicentro el
primer cementerio en el que encontré la anormalidad.
¿Tendría todo esto algún sentido?
Para mí no, pero conozco a uno que sí
que entiende mucho de esto. Además, todo parece partir del lugar donde él es el
mandamás.
Así que con mis papeles de registro y
catálogo, me he venido a ver a tal Caronte.
—Entonces, ha llegado a la conclusión de
que esos objetos cotidianos que aguardan ante las tumbas pertenecían a la
persona sin nombre enterrada, ¿verdad? —me dice, papeles en mano y puro en
boca. Yo asiento—. Vaya, qué interesante.
Estamos delante justo de la tumba sin
nombre, la primera, el zapato sigue en el mismo lugar que cuando lo vi. Incluso
parece que de él emana cierta luminosidad.
—¿Qué es lo interesante? —pregunto.
Él ríe, me da los papeles y se saca el
puro de la boca. Unos dientes negros asoman sin amenaza, aunque sí un poco de
dentera y peste a tabaco.
—Usted es lo interesante.
—¿Yo?
—Exacto.
Sacudo la cabeza en un miniespasmo. No
entiendo. Él me mira y ríe de nuevo. Su puro suelta unas volutas misteriosas.
—Es decir, no pensé que volvería a
verlo, y ahora no solo ha vuelto, sino que me trae un estudio sobre gente
olvidada.
—¿Gente olvidada? ¿Qué quiere decir?
Entonces me devuelve las hojas.
—¿Seguro que quiere saberlo? —dice.
Yo asiento. Él sonríe y añade:
—Ya sabe que esto le va a costar un par
de moneditas, ¿verdad?
Bufo. ¿En serio? No puedo creerlo.
Aunque ahora ya da igual. La curiosidad es más fuerte. Así que rebusco en mis
bolsillos. Casualmente, y no entiendo por qué, tengo un par de monedas. De
plata, además. Las saco y se las doy.
—¿Y bien? —pregunto.
Él no contesta. Deja de reír, se guarda
el dinero y, acto seguido, señala mis pies: a uno de ellos le falta un zapato.
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