GALA DE PREMIOS 47ª Ed. Autor Anónimo

El graderío se iba llenando de espectadores, aros concéntricos de cuerpos expectantes en torno a un entarimado donde ya esperaban los últimos autores de la temporada. Eran veintinueve en total, todos vestidos con una amplia capa que distorsionaba su físico, la cabeza cubierta por una capucha y el rostro oculto tras una máscara veneciana, inidentificables unos de otros. Se hallaban en pie formando un círculo en torno a un reloj de arena, verdadero centro del espacio y de la atención de los presentes, instrumento de mecánica imparcial que desgranaba los segundos libre de pasiones y urgencias, ajeno a la ansiedad de cuantos le rodeaban. Ni los tañidos de las campanas anunciando la llegada del nuevo año provocarían entre los presentes tanta expectación como lo hacía aquel pequeño objeto de vidrio y madera. Con el último grano cayó un manto de silencio sobre el recinto, espeso como la tinta. A través de la única puerta de acceso hizo su entrada el maestro de ceremonias, portando la pluma ...

Obsesión


En la lápida no había ningún nombre. Ese fue el inicio de todo lo que vino luego. O lo que ya estaba en marcha. Aunque mi extraña afición no me dejaba verlo. Mi afición o lo que se convirtió en mi obsesión. En el fondo debería llamarse de ese modo; y es que tengo un hobby un poco especial: me gusta visitar cementerios.

Pero no los típicos camposantos donde el reclamo esté supeditado a la tumba de algún famosete, músico o actriz de ensueño. Nada de eso. Lo que a mí me gusta son los pequeños cementerios. Esos sí que son auténticos. Nada de parafernalia turística de por medio. Y cuanto más diminuto y perdido sea el pueblo, mejor. Sus pasillos, replacetas, la tierra ennegrecida, la serenidad que se respira… Parecerá macabro, pero esa quietud despierta en mí un relax fuera de lo común.

Sin embargo, encontrarme una lápida sin nombre ha borrado de un plumazo todo ese sentimiento. Porque ni nombre, ni foto, ni siquiera una tímida línea panegírica. Tan solo un zapato viejo apoyado en un lateral de la misma.

El enterrador, o funcionario que se encarga de su mantenimiento, me dijo que es normal.

—Son pueblos pequeños, desdeñados, donde gente solitaria y olvidada languidece sin que nadie sepa ni su nombre. Seguro que cada pequeño cementerio de cualquier pueblecito escondido tiene su lápida sin nombre.

Es un tipo bastante variopinto. Pelo y larga blanca, cojera perpetua y sempiterno puro en la boca. Trabaja de esto desde niño, pues lo heredó de su padre. De hecho, sus amigos le pusieron el mote de Caronte. Antonio Caronte, para ser exactos. Incluso me pidió una propinilla para que me guiara en la ruta, unas moneditas, dijo con su sonrisa amarillenta y amistosa.

Aun así, y volviendo a lo de la lápida y la ausencia de nombre, aunque para él el tema no tuviera importancia, no pude concebirlo. ¿De veras que en cualquier cementerio habría más tumbas sin el aparo de un nombre al que dar cobijo? ¿De veras es posible que alguien parta hacia el otro barrio envuelto en un silencio tan llamativo?

Fue a partir de ahí donde mi extraña afición cobró una dimensión superior. Continué mi ritual de visitas, pero en este caso no buscaba el sosiego de su ambiente, sino la tumba sin nombre correspondiente que quitara sentido al lugar. Una dedicación que se convirtió en obsesión.

Vagaba entre lápidas, inspeccionándolas, pero sin recrearme en los diseños, las fotos o inscripciones… Solo buscaba la que asomara sin nombre.

Y, para mi sorpresa, siempre la encontraba.

Aparecía solitaria, algo desgastada y sin nada que pudiera clarificar a quién tenía a recaudo. Y, como en la primera, un objeto cotidiano asomaba apoyado en ella. Como si estos hubieran pertenecido a la persona sin nombre e hicieran las veces de identificador en cuestión.

Era increíble, o así lo sentí. La obsesión fue tal que llegué a hacerme una especie de mapa con cada municipio que visité y el lugar exacto en el cementerio de la lápida sin nombre adjuntando también el cotidiano objeto señalizador. Sin darme cuenta, mi vida empezó a girar en torno a ese catálogo tan dispar y de otro mundo, aunque compartiera parte de su esencia en este. Un catálogo que fue creciend exponencialmente junto con otro aspecto un tanto inquietante: el dibujo que mis marcas producían en el mapa, una espiral.

Y eso no era lo más extraño, y es que las cruces junto a los pueblos que hacían esa espiral tenía como epicentro el primer cementerio en el que encontré la anormalidad.

¿Tendría todo esto algún sentido?

Para mí no, pero conozco a uno que sí que entiende mucho de esto. Además, todo parece partir del lugar donde él es el mandamás.

Así que con mis papeles de registro y catálogo, me he venido a ver a tal Caronte.

—Entonces, ha llegado a la conclusión de que esos objetos cotidianos que aguardan ante las tumbas pertenecían a la persona sin nombre enterrada, ¿verdad? —me dice, papeles en mano y puro en boca. Yo asiento—. Vaya, qué interesante.

Estamos delante justo de la tumba sin nombre, la primera, el zapato sigue en el mismo lugar que cuando lo vi. Incluso parece que de él emana cierta luminosidad.

—¿Qué es lo interesante? —pregunto.

Él ríe, me da los papeles y se saca el puro de la boca. Unos dientes negros asoman sin amenaza, aunque sí un poco de dentera y peste a tabaco.

—Usted es lo interesante.

—¿Yo?

—Exacto.

Sacudo la cabeza en un miniespasmo. No entiendo. Él me mira y ríe de nuevo. Su puro suelta unas volutas misteriosas.

—Es decir, no pensé que volvería a verlo, y ahora no solo ha vuelto, sino que me trae un estudio sobre gente olvidada.

—¿Gente olvidada? ¿Qué quiere decir?

Entonces me devuelve las hojas.

—¿Seguro que quiere saberlo? —dice.

Yo asiento. Él sonríe y añade:

—Ya sabe que esto le va a costar un par de moneditas, ¿verdad?

Bufo. ¿En serio? No puedo creerlo. Aunque ahora ya da igual. La curiosidad es más fuerte. Así que rebusco en mis bolsillos. Casualmente, y no entiendo por qué, tengo un par de monedas. De plata, además. Las saco y se las doy.

—¿Y bien? —pregunto.

Él no contesta. Deja de reír, se guarda el dinero y, acto seguido, señala mis pies: a uno de ellos le falta un zapato.

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