Camino
por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al
otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera
que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve
en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora
comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me
empujaba hacia ella.
Nunca la conocí. No en el sentido común
de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo
supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca.
Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde
minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café,
la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas
fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.
A veces pienso que el universo juega
como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no
podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me
arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada
palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una
construcción mayor.
Hasta que ocurrió.
No sé cómo explicarlo. No hubo música.
No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.
Y la vi.
No con los ojos, no solamente. La vi con
algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un
reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis
caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.
En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo
que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí
despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la
había estado buscando desde antes de saber que existía.
Mi cuerpo la reconoció antes que mi
mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de
ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se
resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una
promesa. Ella, ahí, mirándome.
Y sí, me miró.
Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue
un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a
vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!
No de la forma en que yo la vi a ella.
No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.
Para mí, ese momento fue epifanía. Para
ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho
estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió
nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.
Ella siguió caminando.
Y yo me quedé, ardiendo por dentro.
Ella no supo que era yo quien la había
esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo.
Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado
ese momento, todo se quebró.
Porque no hubo un “nosotros”.
Hubo un “yo la encontré” y un “ella
nunca me reconoció”.
El universo, en su precisión
milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el
amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser
real. Puede ser eterno.
Ella siguió su vida. Siguió siendo luz
en un mundo donde yo aún era sombra.
Pero yo ya no pude volver atrás. Porque,
aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro,
historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.
Desde entonces, sigo esperando. No con
esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la
luz tocó mi pecho y nunca se apagó.
Espero al universo. A que esta vez no
falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo,
ella también me vea como yo la vi.
Y hasta que eso ocurra, si es que
ocurre, seguiré aquí.
Siempre anónimo.
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