Tintero anónimo

  EL ANONIMATO   Desconocer por completo la identidad del creador de una obra artística es un hecho presente desde los inicios mismos del Arte, allá por el Paleolítico Superior, cuando el Homo Sapiens sintió la necesidad de dejar reflejada sus inquietudes en forma de pinturas rupestres y esculturas. En el último reto de la temporada del Tintero de Oro vamos a hacer un viaje por el anonimato presente en la literatura, como no puede ser de otra forma,   para lo cual vamos a contemplar las dos situaciones recogidas en la definición de «obra anónima».   OBRAS DE AUTORÍA DESCONOCIDA   Las así consideradas son obras generalmente de cierta antigüedad de las que se desconoce completamente su autor. Puede deberse a la pérdida de los registros históricos a causas de robos, incendios o catástrofes naturales, o por ser consideradas en el momento de su creación más artesanía que arte, no siendo importante para el «artesano» el hecho de dejar constancia de su auto...

¡Cayendo!

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   ¡Cómo corría el conejo! ¡Y cómo sudaron los participantes de El Tintero de Oro persiguiéndolo hasta que se introdujo en una madriguera!

   Una vez allí, y tras unos segundos para recuperar el resuello, los participantes calcularon el diámetro de aquella obertura al mundo subterráneo. Luego se observaron entre sí y constataron que para introducirse en la misma precisaban de cierta organización. Fue así que formaron una fila en razón a la corpulencia de cada uno, con la idea de que el agujero fuera haciéndose más grande conforme fueran pasando.

   Completado el acceso a la madriguera, se arrastraron en línea recta por el estrecho túnel hasta que, de repente, el mismo torció bruscamente hacia abajo.

   Y entonces, uno a uno, fueron cayeron en lo que parecía un pozo.

   Profundo.

   Muy profundo.

  Tan profundo que durante la caída les dio tiempo de estremecerse, preocuparse, tranquilizarse y hasta aburrirse. Fue entonces que apartaron la mirada del oscuro abismo para dirigirla a las paredes. ¡Unas paredes cubiertas de armarios con estantes para libros!

   En uno de ellos observaron a un par de tipos extraños viajando en un tren y una anciana, de nombre Patricia, espiándolos mientras escribía en un cuaderno. Y con ellos ¡los personajes de los relatos que se escribieron para aquella edición de El Tintero de Oro! Algunos participantes prefirieron ignorarlos, otros hicieron un paréntesis en su caída para reencontrarse con aquellos viejos conocidos, aunque fuera un instante.

   Ello se repitió en los sucesivos estantes. En el situado justo debajo del anterior, unos animales de granja les ofrecieron sus berridos, cacareos, mugidos y rebuznos en agradecimiento por haberles devuelto la democracia perdida. Luego siguió un estante de algodón, desde el que pudieron ver a Escarlata y Rhett besándose en la plantación de Tara. Una sonda espacial despegaba en el siguiente, uno de color rojo marciano donde observaron a Ylla contemplando las estrellas.

   En el último de los estantes tuvieron que esquivar un vómito verde de cierta niña endemoniada acompañada de unos sacerdotes.

   Después, continúo la caída hasta que de pronto, ¡catapún!, fueron a dar sobre un montón de ramas y hojas secas.

  Los participantes, tras comprobar que no faltara nada en sus cuerpos, se levantaron. El conejo blanco estaba intentando abrir la única puerta de aquel habitáculo, decimos intentando porque de tan rápido que quería abrir y siendo tantas las llaves que portaba no había forma de que introdujera la correcta en la cerradura.

    —¿Te ayudamos? —dijo uno de los participantes.

    —¡Llego tarde, llego tarde! —repetía el conejo.

    —Pero ¿qué lugar puede requerir la presencia urgente de un conejo? —le preguntaron.

    —El mismo lugar que para los humanos: ¡El juzgado! ¡Y más si lo preside el Rey y la Reina!

   Desde luego que un juicio justificaba las prisas de cualquiera, pero ello no explicaba qué clase de tribunal pudiera necesitar a un conejo. En ello se quedaron pensando, hasta que el lepórido blanco consiguió abrir la puerta y poner pies en polvorosa.

    Los participantes se dispusieron a seguirlo, pero entonces percibieron dos problemas: el primero era que la puerta era del tamaño del conejo; el segundo, que ellos no tenían el tamaño del conejo.

   ¡Qué imprevisto más imprevisible! Miraron a su alrededor y observaron una mesita de cristal sobre la que se encontraba una botella con una etiqueta de decía «Bébeme» y un bol con galletas con otra etiqueta que decía «Cómeme». Pese a lo innecesario de tales indicaciones, puesto que es evidente que un líquido solo se puede beber y una galleta solo se puede comer, la curiosidad y el hecho de que no hubiera otra cosa que hacer allí los llevó a que unos bebieran de la botella y otros comieran unas galletas.

  Ambas ingestas sabían a frutas, pero, de inmediato, los que bebieron comenzaron a crecer y los que comieron comenzaron a menguar. Los primeros crecieron tanto que de nuevo tuvieron que esquivar el vómito verde de la niña que seguía endemoniada en el estante; los segundos, menguaron tanto que las hormigas parecían dinosaurios.

  Tras el desconcierto inicial que pueden suponer, los participantes lograron finalmente dar con la manera de regular su estatura bebiendo y comiendo hasta alcanzar el tamaño adecuado para cruzar la puerta abierta por el conejo.

  Al salir, los recibió un bosque multicolor lleno de árboles, rosales, hierba y unas enormes setas sobre las que se sentaban lo que parecían orugas azules. Tan hermosas eran las flores que no pudieron evitar bailar con ellas,



  Al terminar el baile, observaron al conejo dirigiéndose por un camino empedrado al mismo tiempo que comenzaron a escuchar, en la dirección opuesta, a alguien cantando una canción:

  «Brilla, brilla, ratita alada, ¿En qué estás tan atareada?»

   
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